“Ni
una inteligencia elevada, ni la imaginación, ni las dos juntas hacen el genio.
¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! ¡He aquí el alma del genio!” (Mozart, 11 de abril de 1787)
“Aquí siento tal vez por primera vez,
como el propio Mozart, hasta qué punto el texto litúrgico oficial accede a una
discriminación perturbadora del orden más personal: la muerte alcanza a todos
una vez pero, ¿qué será de MÍ?”
Nikolaus Harnoncourt
Historia de la obra
Hacia
finales de julio de 1791, Mozart recibe de una manera extraña y misteriosa, que
le impresiona profundamente, el encargo del Requiem.
Niemetschek lo narra así:
Tumba de Mozart en el Cementerio de San Marcos en Viena |
“La historia de la última obra de
Mozart, la Misa de Difuntos, es tan misteriosa como maravillosa. Poco tiempo
antes de la coronación del emperador Leopoldo, antes incluso de que Mozart
recibiese la invitación de dirigirse a Praga, una carta no firmada le fue
entregada por un mensajero desconocido que, en términos halagüeños, le
transmitía la siguiente pregunta: ¿Consentiría Mozart en iniciar la composición
de una Misa de difuntos? ¿Por qué precio y en cuánto tiempo podría tenerla
hecha? Mozart, que solía no dar el menor paso sin consultar con su mujer, le
contó la singular propuesta, expresando al mismo tiempo su intención de probar
una vez en este género de composición, sobre todo porque el estilo patético más
elevado de la música religiosa concordaba siempre con su genio.
Ella le
aconsejó aceptar la propuesta. Mozart respondió al desconocido que haría el
Requiem
a cambio de cierta suma de dinero; no podía determinar en qué época la
tendría terminada. Poco tiempo después, volvió a aparecer el mismo mensajero:
le traía no sólo
la suma convenida, sino incluso la promesa de pagarle un
suplemento importante cuando acabara la obra, porque estimaba que había pedido
un precio mínimo. Debía, además, escribir dejándose llevar por su inspiración,
y no molestarse en tratar de conocer a la persona que hacía el encargo, porque
esto resultaría totalmente inútil”.
Mozart
se definía a sí mismo como “muy impresionable”. Jamás lo había sido tanto como
en este verano de 1791. Al estado de soledad en el que se encuentra lejos de su
mujer Constanza, se une el esfuerzo por
dar lo mejor de sí mismo que está realizando para concluir La Flauta Mágica. Sobre esto resulta muy interesante la carta de
Mozart a su mujer del 7 de julio: “¡No
podrías creer lo que lejos de ti ha tardado en pasar todo este tiempo!... No
puedo explicarte mi impresión: es una especie de vacío…que me hace mucho daño…,
cierta aspiración que nunca está satisfecha y que por tanto no cesa jamás…, que
dura siempre e incluso crece de día en día (…). Incluso mi trabajo ya no me
encanta, porque estaba acostumbrado a levantarme de vez en cuando para cambiar
dos frases contigo y ahora está satisfacción es, desgraciadamente, imposible.
Si voy al piano y canto algo de mi ópera, debo en seguida detenerme…eso sólo me
causa ya demasiada impresión”. A todo esto hay que añadir la fuerte
impresión que le ha causado la muerte el 24 de julio de su muy amado maestro
Ignaz von Born.
En
este estado recibe el encargo enigmático de la Misa de Difuntos. El misterio le
intriga; la idea de la muerte le toca en el punto más sensible de su ser;
coincide tal vez con una oscura premonición de su ya deteriorado cuerpo; el
mismo aspecto del mensajero, triste, delgado y vestido de luto, le impresiona;
no hace falta más para que inconscientemente, y después conscientemente, se
sienta pronto personalmente afectado por esta proposición; impresionado y
reticente a la vez.
A principios del siglo XIX apareció una carta apócrifa que Mozart
habría escrito (en italiano) a Da Ponte, en
la que podemos leer: “No puedo apartar de
mis ojos la imagen de ese desconocido. Le veo continuamente pidiéndome,
solicitándome y reclamándome impacientemente mi trabajo”. Esta leyenda
romántica no se ha sostenido ante las investigaciones de los historiadores.
Quien encargó el Requiem fue el conde
Franz von Walsegg-Stuppach (1763-1827), y deseaba que el nombre de Mozart
permaneciera en secreto. Walsegg encargó el Requiem
para honrar la memoria de su esposa Anna, fallecida en febrero de 1791 a la
edad de 21 años. El conde formaba parte del grupo de amateurs que encargaban
composiciones anónimas y después las hacían pasar como propias, pero Mozart
conocía de sobra su identidad. He aquí lo que escribe Carl de Nys en 1982: “Otto Schneider ha encontrado en los
archivos de Wiener Neustadt el contrato firmado ante el señor Sortchan,
notario, respecto a la Misa de difuntos que el conde Walsegg encargó a Mozart.
Contrato redactado en sus debidos términos: nada de encargo anónimo. Una
cantidad importante y también una cláusula inhabitual: el compositor debía
entregar su manuscrito autógrafo sin quedarse con ninguna copia.”.
Esto
ocurre en julio de 1791. Mozart está sobrecargado de trabajo. La composición de
La flauta mágica se encuentra muy
avanzada, pero debe interrumpir su trabajo porque a principios de agosto recibe
el encargo de componer una ópera (La
clemenza di Tito) con vistas a la coronación de Leopoldo II como emperador
de Bohemia, que debe tener lugar en Praga el 6 de septiembre. Sea como sea,
Mozart cada vez más fatigado, sólo tiene tres semanas para escribir una nueva
ópera. La tarea es abrumadora. Mozart empieza de inmediato a trabajar, pero
antes que nada se prepara para ir a Praga. Apresuradamente, organiza el viaje.
Süssmayer, su
discípulo, le acompaña; puede servirle de gran ayuda dadas las circunstancias
en las que tiene que escribir la ópera. Constanza también va con ellos. Dejan
instalados a los niños en otro lugar, y parten acompañados también del
clarinetista Anton Stadler, que
tiene una plaza reservada en la orquesta de Praga. La partida está fijada para
el 15 de agosto. Cuando ya se disponen a salir para Praga el mensajero
misterioso
reaparece por tercera vez.
“En el momento en que Mozart subía al
coche con su mujer, el mensajero surgió como una aparición; tirando del manto
de la capa de la mujer de Mozart, preguntó en qué situación estaba el Réquiem.
Mozart se excusó por la urgencia de su viaje y la imposibilidad en que se
hallaba de dar una respuesta al desconocido; además, sería su primer trabajo en
cuanto volviese, y el desconocido tendría que esperar hasta entonces. El
mensajero se dio por satisfecho con la respuesta”.
En
Praga, la acogida de los amigos de Bohemia es muy calurosa. Mozart y los suyos
son de nuevo huéspedes de los Duschek, en la Bertramka. Los masones también han
decidido homenajear a su hermano. La logia La
Verdad y la Unión organiza en su honor una ceremonia fraternal de
recepción. Pero la cálida acogida de sus amigos y hermanos no es suficiente
para aliviar su fatiga. Niemetschek nos relata: “Desde su llegada a Praga, Mozart cayó enfermo y tuvo que cuidarse. Su
tez estaba pálida y su aspecto era triste: sin embargo, en compañía de sus
amigos, su buen humor se manifestaba con alegres palabras”. Ya que la fecha
de la coronación no va a ser aplazada por un músico enfermo o no, Mozart debe
trabajar sin descanso, mientras Süssmayer, para aliviarle un poco, se encarga
de los recitativos.
Mozart
abandona Praga entre el 10 y el 15 de septiembre, más fatigado y sensible que
nunca. En la crónica de Niemetschek se cuenta así: “Cuando se despidió de ellos, estaba tan emocionado que derramó muchas
lágrimas. Un presentimiento de su próximo fin parecería haberle sumergido en un
estado de ánimo melancólico; ya llevaba en él el germen de la enfermedad que le
llevaría a la muerte”.
Cuando
vuelve a Viena no le quedan más que quince o veinte días para terminar La flauta mágica. Mozart, según
testimonio de Nissen,
cuando vuelve a Viena se pone a trabajar de inmediato en el Requiem con “ahínco y vivo interés”. Sin embargo, en el mes de septiembre la
idea dominante de Mozart no es el Requiem,
sino su Flauta que debía estrenarse
el 30 de ese mes. Termina la partitura y vigila los ensayos, ¿cómo podía tener
tiempo para trabajar en el Requiem
con tanto ahínco? Además, una vez terminado su trabajo, le veremos preocupado
por su ópera, hablando de ella sin cesar, siguiendo todas las representaciones.
Es difícil de creer la afirmación de Nissen acerca del desinterés de Mozart por
La flauta en el mes de septiembre.
Sin
embargo, sí parece más auténtico este otro fragmento de Nissen: “Su tez era pálida, su mirada apagada y
triste, aunque su buen humor se manifestaba todavía en alegres bromas. (…)
Trabajaba tanto y tan rápido que parecía querer poner término a las angustias
del mundo material refugiándose en las creaciones de su espíritu. Se fatigaba
tanto que olvidaba no solamente el mundo que le rodeaba, sino hasta su misma fatiga;
de pronto quedaba sin fuerzas y había que llevarle a la cama”.
La flauta mágica se estrena el día 30 de septiembre. El éxito es
abrumador, la ópera se representa casi todos los días (24 veces en octubre de
1791), ante una sala repleta. Mientras día tras día el éxito de su ópera se
afirma, Mozart está de nuevo solo en Viena. Constanza, acompañada de su hermana
Sofía y de Süssmayer, ha vuelto a tomar el camino de Baden para someterse a
nuevas curas en los baños. Dejan solo en Viena a un Wolfgang físicamente
agotado, pero moralmente rejuvenecido gracias a su éxito.
A
principios de octubre, Mozart compone el Concierto
para clarinete, K. 622. Sigue sin dedicarse al Requiem, incumpliendo la promesa que había realizado al mensajero
de que sería su primer trabajo al regresar de Praga. En las cartas que Mozart
escribe a su mujer en Baden intenta por todos los medios tranquilizarla sobre
su salud, por nada del mundo querría que la preocupación perturbara la estancia
de Constanza en Baden. Sin embargo, no puede ocultarle que trabaja demasiado
para un organismo tan debilitado como el suyo.
El
15 de octubre Mozart va a Baden, se encuentra con Constanza, y al día siguiente
ambos regresan a Viena. Parece que es en este momento cuando Constanza se
alarma de verdad por el estado de salud de su marido, e intenta cuidarlo
distrayéndolo de su intenso trabajo. Pero es en estas fechas cundo Mozart, no
teniendo ya ningún trabajo por terminar, se encuentra ante el encargo del Requiem. No ha hecho nada desde mediados
de agosto, y se pone a ello con un cierto sentimiento de culpabilidad que se
experimenta normalmente delante de un trabajo atrasado. Y debe ser seguramente
en este momento cuando toda la fatiga acumulada desde hace meses, tal vez años,
aparece de pronto, al mismo tiempo que la enfermedad va progresando en su
organismo. Los esfuerzos de Constanza por distraerlo son inútiles, tal como
relata Nissen: “Su mujer hacía venir, sin
advertirle, a las personas que él apreciaba. Éstos debían sorprenderle cuando
estaba absorbido en su trabajo. Naturalmente, se mostraba feliz, pero seguía
trabajando. Sus amigos hablaban mucho; él no escuchaba nada. Y si le dirigían
la palabra, respondía brevemente, sin enfadarse, y seguía escribiendo”.
Es,
por tanto, entre el 15 de octubre y el 1 de noviembre, y no antes, cuando se
forma en la mente de Wolfgang la conexión entre la Misa de Difuntos que ha
aceptado escribir y el presentimiento de su propia muerte. El relato de
Niemetschek es esclarecedor al respecto: “Un
hermoso día de otoño, Constanza le condujo en un carruaje al Prater para
distraerle y levantarle su ánimo. Se sentaron y Mozart se puso a hablar de la
muerte; decía que componía el Requiem para él mismo. Las lágrimas brillaban en
sus ojos cuando añadía: - Siento que no me queda mucho tiempo. Seguramente me
han envenado.
No puedo librarme de esta idea. Estas palabras cayeron como un terrible peso en
el corazón de Constanza; ella no era capaz de consolarle y demostrarle lo
inútil de sus melancólicas imaginaciones. Estaba convencido de que le amenazaba
una grave enfermedad, y que el Requiem excitaba su sensibilidad nerviosa”.
Mozart cantando su Requiem (Pintura de Thomas W. Shields) |
Febrilmente,
Mozart se entrega al Requiem; termina
el Kyrie y bosqueja el Confutatis, el Recordare y el Ofertorio.
Asustada por las confidencias que Wolfgang le ha hecho en el Prater, Constanza
llama al médico; y también, creyendo poder suprimir la causa del mal, esconde
la partitura del Requiem.
En
noviembre Mozart detiene la elaboración del Requiem
de nuevo, y quizá para no volver a tocarlo nunca más. Acaban de proponerle un
nuevo trabajo: una cantata masónica. La tradición nos dice que, posiblemente,
sería Constanza quien habría obtenido este encargo para él para distraerle de
su Requiem. Todo esto resulta
curioso. Es Schikaneder el
que le proporciona una ópera masónica; es su mujer la que consigue para él una
cantata masónica para la inauguración del nuevo Templo de la Logia de Mozart;
es decir, Mozart, el masón, no se
ocupa de música masónica más que contra su voluntad, mientras que hay que
atarle de pies y manos para evitar que trabaje en el Requiem. Por tanto, Mozart compone La Cantata del Elogio de la amistad, que está terminada el 15 de
noviembre de 1791. Es la última obra que apunta Mozart en su catálogo; y es
ella la que constituye la última palabra de Mozart, no el Requiem.
El
día 19 de noviembre por la tarde, Mozart regresa a su casa extenuado. Por la
noche se siente tan mal que Constanza envía a buscar al médico. El doctor
Klosset, su médico habitual, comprende desde el principio que la enfermedad es
grave; teme que desemboque en una meningitis. En el primer momento los síntomas
son los de una afección renal: hinchazón en las manos y en los pies y parálisis
parcial. A partir de ese día, la habitación de Mozart se convierte en el centro
del apartamento. Constanza se ve pronto ayudada, en su tarea de enfermera, por
la más joven de sus hermanas, Sofía. Nadie imagina que el desenlace de la
enfermedad pueda ser fatal, incluso Mozart, a pesar de sus presentimientos,
pensaba curarse pronto. Pero el estado del enfermo empeora. Al cabo de una
semana, el doctor Klosset pide una consulta al doctor Sallaba, médico jefe del
Hospital General. Este último viene el 28 de noviembre, y considera que la
enfermedad es incurable. Como muchos enfermos y moribundos, Mozart lo sabe y no
lo sabe. Y poco a poco lo comprende con una absoluta certeza, tal y como lo
cuenta Niemetschek en su crónica: “Ahora
hay que partir –se lamentaba algunas veces durante su enfermedad-, ¡ahora que
podría vivir tranquilo! Abandonar mi arte, ahora que, no siendo ya un esclavo
de la moda, no estando encadenado por los especuladores, podría seguir los
impulsos de mi inspiración, y escribir con independencia lo que me dictara el
corazón! Tengo que dejar a mi familia, a mis pobres hijos, en el momento que
podría velar mejor por su felicidad”.
El
pensamiento del Requiem inacabado le
persigue. En los momentos de descanso que le deja su enfermedad, pide su
partitura, e intenta trabajar (bien poco probablemente). Incluso el día 3 de
diciembre hacia las dos de la tarde tiene lugar un “ensayo” improvisado en su
casa. Con la finalidad de animar a Mozart, varios de los protagonistas de La flauta mágica que van a visitarle
cantan con él algunos fragmentos del Requiem;
Mozart canta la parte de la contralto. Schak lo
relata así: “Cuando llegaron al primer
versículo del Lacrymosa, Mozart tuvo de pronto la certeza de que nunca acabaría
su obra; se puso a sollozar y apartó de su lado la partitura”. Sin embargo,
hay quienes creen que esto no es más que una más de las leyendas en torno al Requiem. No es el canto lo que se
detiene en el primer versículo del Lacrymosa;
es el manuscrito mismo el que termina aquí. ¡No hay más música que cantar!.
Sin
embargo, aunque Mozart está desolado por su inacabado Requiem, es sobre todo hacia su ópera a donde se dirigen todos sus
pensamientos. Cada noche, sigue con la imaginación, escena por escena, la
representación que está teniendo lugar en el teatro. Y
el mismo 3 de diciembre, o tal vez el 4, sigue obsesionado con La flauta.
La
noche del 3 al 4 de diciembre, Wolfgang está tan mal que Constanza cree que es
el fin. Quien mejor nos ofrece el relato de sus dos últimos días es su cuñada
Sofía. El día 4 de diciembre acude a casa de Mozart. Constanza, medio
desesperada, le dijo que se quedara con ella ya que Wolfgang estaba tan mal que
pensaba que no pasaría de esa noche. Sofía se acercó al lado de Mozart y éste
le dijo: “¡Ah!, mi buena Sofía, habéis
hecho bien en venir; quedaos aquí esta noche, tenéis que verme morir”. Ella
intentaba sacarle esas ideas de la cabeza pero el insistía: “Tengo ya el sabor de la muerte en los
labios, siento la muerte, ¿y quién asistirá a mi buena Constanza si vos no
estáis aquí?”.
Ese mismo día Constanza le pide a Sofía que vaya a buscar a uno de los
curas de San Pedro y le ruegue a uno de ellos vaya a administrar los últimos
sacramentos a Wolfgang. Sin embargo, pese a la insistencia de Sofía, ninguno de
ellos aceptó; seguramente porque Mozart pertenecía a la francmasonería.
Cuando Sofía vuelve a la casa ya ha anochecido y Mozart está
consciente. Sofía nos cuenta: “Süssmayer
estaba junto a su lecho. El famoso Requiem se encontraba encima de la colcha, y
Mozart le explicaba cómo debía terminarlo una vez que él hubiera muerto. Dijo
también: ¿No había dicho yo que estaba escribiendo este Requiem para mí?”.
Sin duda, este punto no es del todo exacto, ya que si Mozart hubiera dejado
instrucciones tan precisas a Süssmayer sobre la terminación del Requiem, no se hubiera sondeado antes a
otros músicos para que lo terminaran, como veremos luego.
Por la noche buscan desesperadamente al doctor Klosset. Lo encuentran
en el teatro, y éste promete acudir cuando termine el espectáculo. El doctor
Klosset llega a última hora de la noche; dice a Süssmayer que no tiene ninguna
esperanza, y que su maestro no pasará de esta noche. Ordena un medicamento para
Constanza que se encuentra mal; para Mozart, que tiembla de fiebre y sufre
horribles dolores de cabeza, prescribe unas compresas frías sobre la frente.
Sofía nos relata su muerte: “Las
compresas oprimieron tanto a Mozart, que perdió el conocimiento hasta que
murió. Su último aliento fue como si quisiera, con la boca, imitar los timbales
de su Requiem. Todavía lo escucho”.
Wolfgang Amadeus Mozart murió a la una menos cinco minutos de la
madrugada del lunes 5 de diciembre de 1791. A los treinta y cinco años, diez
meses y ocho días, “el milagro que Dios
hizo nacer en Salzburgo” se encontraba con su Creador.
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