miércoles, 4 de febrero de 2015

El Requiem De Mozart (Parte I)



“Ni una inteligencia elevada, ni la imaginación, ni las dos juntas hacen el genio. ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! ¡He aquí el alma del genio!” (Mozart, 11 de abril de 1787)

“Aquí siento tal vez por primera vez, como el propio Mozart, hasta qué punto el texto litúrgico oficial accede a una discriminación perturbadora del orden más personal: la muerte alcanza a todos una vez pero, ¿qué será de MÍ?” Nikolaus Harnoncourt



Historia de la obra

Hacia finales de julio de 1791, Mozart recibe de una manera extraña y misteriosa, que le impresiona profundamente, el encargo del Requiem. Niemetschek lo narra así:


Tumba de Mozart en el Cementerio de San Marcos en Viena

“La historia de la última obra de Mozart, la Misa de Difuntos, es tan misteriosa como maravillosa. Poco tiempo antes de la coronación del emperador Leopoldo, antes incluso de que Mozart recibiese la invitación de dirigirse a Praga, una carta no firmada le fue entregada por un mensajero desconocido que, en términos halagüeños, le transmitía la siguiente pregunta: ¿Consentiría Mozart en iniciar la composición de una Misa de difuntos? ¿Por qué precio y en cuánto tiempo podría tenerla hecha? Mozart, que solía no dar el menor paso sin consultar con su mujer, le contó la singular propuesta, expresando al mismo tiempo su intención de probar una vez en este género de composición, sobre todo porque el estilo patético más elevado de la música religiosa concordaba siempre con su genio. 


Ella le aconsejó aceptar la propuesta. Mozart respondió al desconocido que haría el Requiem 
a cambio de cierta suma de dinero; no podía determinar en qué época la tendría terminada. Poco tiempo después, volvió a aparecer el mismo mensajero: le traía no sólo 
la suma convenida, sino incluso la promesa de pagarle un suplemento importante cuando acabara la obra, porque estimaba que había pedido un precio mínimo. Debía, además, escribir dejándose llevar por su inspiración, y no molestarse en tratar de conocer a la persona que hacía el encargo, porque esto resultaría totalmente inútil”.




Mozart se definía a sí mismo como “muy impresionable”. Jamás lo había sido tanto como en este verano de 1791. Al estado de soledad en el que se encuentra lejos de su mujer Constanza, se une el esfuerzo por dar lo mejor de sí mismo que está realizando para concluir La Flauta Mágica. Sobre esto resulta muy interesante la carta de Mozart a su mujer del 7 de julio: “¡No podrías creer lo que lejos de ti ha tardado en pasar todo este tiempo!... No puedo explicarte mi impresión: es una especie de vacío…que me hace mucho daño…, cierta aspiración que nunca está satisfecha y que por tanto no cesa jamás…, que dura siempre e incluso crece de día en día (…). Incluso mi trabajo ya no me encanta, porque estaba acostumbrado a levantarme de vez en cuando para cambiar dos frases contigo y ahora está satisfacción es, desgraciadamente, imposible. Si voy al piano y canto algo de mi ópera, debo en seguida detenerme…eso sólo me causa ya demasiada impresión”. A todo esto hay que añadir la fuerte impresión que le ha causado la muerte el 24 de julio de su muy amado maestro Ignaz von Born.

En este estado recibe el encargo enigmático de la Misa de Difuntos. El misterio le intriga; la idea de la muerte le toca en el punto más sensible de su ser; coincide tal vez con una oscura premonición de su ya deteriorado cuerpo; el mismo aspecto del mensajero, triste, delgado y vestido de luto, le impresiona; no hace falta más para que inconscientemente, y después conscientemente, se sienta pronto personalmente afectado por esta proposición; impresionado y reticente a la vez.

A principios del siglo XIX apareció una carta apócrifa que Mozart habría escrito (en italiano) a Da Ponte, en la que podemos leer: “No puedo apartar de mis ojos la imagen de ese desconocido. Le veo continuamente pidiéndome, solicitándome y reclamándome impacientemente mi trabajo”. Esta leyenda romántica no se ha sostenido ante las investigaciones de los historiadores. Quien encargó el Requiem fue el conde Franz von Walsegg-Stuppach (1763-1827), y deseaba que el nombre de Mozart permaneciera en secreto. Walsegg encargó el Requiem para honrar la memoria de su esposa Anna, fallecida en febrero de 1791 a la edad de 21 años. El conde formaba parte del grupo de amateurs que encargaban composiciones anónimas y después las hacían pasar como propias, pero Mozart conocía de sobra su identidad. He aquí lo que escribe Carl de Nys en 1982: “Otto Schneider ha encontrado en los archivos de Wiener Neustadt el contrato firmado ante el señor Sortchan, notario, respecto a la Misa de difuntos que el conde Walsegg encargó a Mozart. Contrato redactado en sus debidos términos: nada de encargo anónimo. Una cantidad importante y también una cláusula inhabitual: el compositor debía entregar su manuscrito autógrafo sin quedarse con ninguna copia.”.

Esto ocurre en julio de 1791. Mozart está sobrecargado de trabajo. La composición de La flauta mágica se encuentra muy avanzada, pero debe interrumpir su trabajo porque a principios de agosto recibe el encargo de componer una ópera (La clemenza di Tito) con vistas a la coronación de Leopoldo II como emperador de Bohemia, que debe tener lugar en Praga el 6 de septiembre. Sea como sea, Mozart cada vez más fatigado, sólo tiene tres semanas para escribir una nueva ópera. La tarea es abrumadora. Mozart empieza de inmediato a trabajar, pero antes que nada se prepara para ir a Praga. Apresuradamente, organiza el viaje. Süssmayer, su discípulo, le acompaña; puede servirle de gran ayuda dadas las circunstancias en las que tiene que escribir la ópera. Constanza también va con ellos. Dejan instalados a los niños en otro lugar, y parten acompañados también del clarinetista Anton Stadler, que tiene una plaza reservada en la orquesta de Praga. La partida está fijada para el 15 de agosto. Cuando ya se disponen a salir para Praga el mensajero misterioso reaparece por tercera vez.

“En el momento en que Mozart subía al coche con su mujer, el mensajero surgió como una aparición; tirando del manto de la capa de la mujer de Mozart, preguntó en qué situación estaba el Réquiem. Mozart se excusó por la urgencia de su viaje y la imposibilidad en que se hallaba de dar una respuesta al desconocido; además, sería su primer trabajo en cuanto volviese, y el desconocido tendría que esperar hasta entonces. El mensajero se dio por satisfecho con la respuesta”.
 
Mozart, con su mujer Constanza, componiendo el Requiem (Pintura de William James Grant)


En Praga, la acogida de los amigos de Bohemia es muy calurosa. Mozart y los suyos son de nuevo huéspedes de los Duschek, en la Bertramka. Los masones también han decidido homenajear a su hermano. La logia La Verdad y la Unión organiza en su honor una ceremonia fraternal de recepción. Pero la cálida acogida de sus amigos y hermanos no es suficiente para aliviar su fatiga. Niemetschek nos relata: “Desde su llegada a Praga, Mozart cayó enfermo y tuvo que cuidarse. Su tez estaba pálida y su aspecto era triste: sin embargo, en compañía de sus amigos, su buen humor se manifestaba con alegres palabras”. Ya que la fecha de la coronación no va a ser aplazada por un músico enfermo o no, Mozart debe trabajar sin descanso, mientras Süssmayer, para aliviarle un poco, se encarga de los recitativos.

Mozart abandona Praga entre el 10 y el 15 de septiembre, más fatigado y sensible que nunca. En la crónica de Niemetschek se cuenta así: “Cuando se despidió de ellos, estaba tan emocionado que derramó muchas lágrimas. Un presentimiento de su próximo fin parecería haberle sumergido en un estado de ánimo melancólico; ya llevaba en él el germen de la enfermedad que le llevaría a la muerte”.

Cuando vuelve a Viena no le quedan más que quince o veinte días para terminar La flauta mágica. Mozart, según testimonio de Nissen, cuando vuelve a Viena se pone a trabajar de inmediato en el Requiem con “ahínco y vivo interés”. Sin embargo, en el mes de septiembre la idea dominante de Mozart no es el Requiem, sino su Flauta que debía estrenarse el 30 de ese mes. Termina la partitura y vigila los ensayos, ¿cómo podía tener tiempo para trabajar en el Requiem con tanto ahínco? Además, una vez terminado su trabajo, le veremos preocupado por su ópera, hablando de ella sin cesar, siguiendo todas las representaciones. Es difícil de creer la afirmación de Nissen acerca del desinterés de Mozart por La flauta en el mes de septiembre.

Sin embargo, sí parece más auténtico este otro fragmento de Nissen: “Su tez era pálida, su mirada apagada y triste, aunque su buen humor se manifestaba todavía en alegres bromas. (…) Trabajaba tanto y tan rápido que parecía querer poner término a las angustias del mundo material refugiándose en las creaciones de su espíritu. Se fatigaba tanto que olvidaba no solamente el mundo que le rodeaba, sino hasta su misma fatiga; de pronto quedaba sin fuerzas y había que llevarle a la cama”.

La flauta mágica se estrena el día 30 de septiembre. El éxito es abrumador, la ópera se representa casi todos los días (24 veces en octubre de 1791), ante una sala repleta. Mientras día tras día el éxito de su ópera se afirma, Mozart está de nuevo solo en Viena. Constanza, acompañada de su hermana Sofía y de Süssmayer, ha vuelto a tomar el camino de Baden para someterse a nuevas curas en los baños. Dejan solo en Viena a un Wolfgang físicamente agotado, pero moralmente rejuvenecido gracias a su éxito.

A principios de octubre, Mozart compone el Concierto para clarinete, K. 622. Sigue sin dedicarse al Requiem, incumpliendo la promesa que había realizado al mensajero de que sería su primer trabajo al regresar de Praga. En las cartas que Mozart escribe a su mujer en Baden intenta por todos los medios tranquilizarla sobre su salud, por nada del mundo querría que la preocupación perturbara la estancia de Constanza en Baden. Sin embargo, no puede ocultarle que trabaja demasiado para un organismo tan debilitado como el suyo.

El 15 de octubre Mozart va a Baden, se encuentra con Constanza, y al día siguiente ambos regresan a Viena. Parece que es en este momento cuando Constanza se alarma de verdad por el estado de salud de su marido, e intenta cuidarlo distrayéndolo de su intenso trabajo. Pero es en estas fechas cundo Mozart, no teniendo ya ningún trabajo por terminar, se encuentra ante el encargo del Requiem. No ha hecho nada desde mediados de agosto, y se pone a ello con un cierto sentimiento de culpabilidad que se experimenta normalmente delante de un trabajo atrasado. Y debe ser seguramente en este momento cuando toda la fatiga acumulada desde hace meses, tal vez años, aparece de pronto, al mismo tiempo que la enfermedad va progresando en su organismo. Los esfuerzos de Constanza por distraerlo son inútiles, tal como relata Nissen: “Su mujer hacía venir, sin advertirle, a las personas que él apreciaba. Éstos debían sorprenderle cuando estaba absorbido en su trabajo. Naturalmente, se mostraba feliz, pero seguía trabajando. Sus amigos hablaban mucho; él no escuchaba nada. Y si le dirigían la palabra, respondía brevemente, sin enfadarse, y seguía escribiendo”.

Es, por tanto, entre el 15 de octubre y el 1 de noviembre, y no antes, cuando se forma en la mente de Wolfgang la conexión entre la Misa de Difuntos que ha aceptado escribir y el presentimiento de su propia muerte. El relato de Niemetschek es esclarecedor al respecto: “Un hermoso día de otoño, Constanza le condujo en un carruaje al Prater para distraerle y levantarle su ánimo. Se sentaron y Mozart se puso a hablar de la muerte; decía que componía el Requiem para él mismo. Las lágrimas brillaban en sus ojos cuando añadía: - Siento que no me queda mucho tiempo. Seguramente me han envenado. No puedo librarme de esta idea. Estas palabras cayeron como un terrible peso en el corazón de Constanza; ella no era capaz de consolarle y demostrarle lo inútil de sus melancólicas imaginaciones. Estaba convencido de que le amenazaba una grave enfermedad, y que el Requiem excitaba su sensibilidad nerviosa”.

Mozart cantando su Requiem (Pintura de Thomas W. Shields)


Febrilmente, Mozart se entrega al Requiem; termina el Kyrie y bosqueja el Confutatis, el Recordare y el Ofertorio. Asustada por las confidencias que Wolfgang le ha hecho en el Prater, Constanza llama al médico; y también, creyendo poder suprimir la causa del mal, esconde la partitura del Requiem.

En noviembre Mozart detiene la elaboración del Requiem de nuevo, y quizá para no volver a tocarlo nunca más. Acaban de proponerle un nuevo trabajo: una cantata masónica. La tradición nos dice que, posiblemente, sería Constanza quien habría obtenido este encargo para él para distraerle de su Requiem. Todo esto resulta curioso. Es Schikaneder el que le proporciona una ópera masónica; es su mujer la que consigue para él una cantata masónica para la inauguración del nuevo Templo de la Logia de Mozart; es decir, Mozart, el masón, no se ocupa de música masónica más que contra su voluntad, mientras que hay que atarle de pies y manos para evitar que trabaje en el Requiem. Por tanto, Mozart compone La Cantata del Elogio de la amistad, que está terminada el 15 de noviembre de 1791. Es la última obra que apunta Mozart en su catálogo; y es ella la que constituye la última palabra de Mozart, no el Requiem.

El día 19 de noviembre por la tarde, Mozart regresa a su casa extenuado. Por la noche se siente tan mal que Constanza envía a buscar al médico. El doctor Klosset, su médico habitual, comprende desde el principio que la enfermedad es grave; teme que desemboque en una meningitis. En el primer momento los síntomas son los de una afección renal: hinchazón en las manos y en los pies y parálisis parcial. A partir de ese día, la habitación de Mozart se convierte en el centro del apartamento. Constanza se ve pronto ayudada, en su tarea de enfermera, por la más joven de sus hermanas, Sofía. Nadie imagina que el desenlace de la enfermedad pueda ser fatal, incluso Mozart, a pesar de sus presentimientos, pensaba curarse pronto. Pero el estado del enfermo empeora. Al cabo de una semana, el doctor Klosset pide una consulta al doctor Sallaba, médico jefe del Hospital General. Este último viene el 28 de noviembre, y considera que la enfermedad es incurable. Como muchos enfermos y moribundos, Mozart lo sabe y no lo sabe. Y poco a poco lo comprende con una absoluta certeza, tal y como lo cuenta Niemetschek en su crónica: “Ahora hay que partir –se lamentaba algunas veces durante su enfermedad-, ¡ahora que podría vivir tranquilo! Abandonar mi arte, ahora que, no siendo ya un esclavo de la moda, no estando encadenado por los especuladores, podría seguir los impulsos de mi inspiración, y escribir con independencia lo que me dictara el corazón! Tengo que dejar a mi familia, a mis pobres hijos, en el momento que podría velar mejor por su felicidad”.

El pensamiento del Requiem inacabado le persigue. En los momentos de descanso que le deja su enfermedad, pide su partitura, e intenta trabajar (bien poco probablemente). Incluso el día 3 de diciembre hacia las dos de la tarde tiene lugar un “ensayo” improvisado en su casa. Con la finalidad de animar a Mozart, varios de los protagonistas de La flauta mágica que van a visitarle cantan con él algunos fragmentos del Requiem; Mozart canta la parte de la contralto. Schak lo relata así: “Cuando llegaron al primer versículo del Lacrymosa, Mozart tuvo de pronto la certeza de que nunca acabaría su obra; se puso a sollozar y apartó de su lado la partitura”. Sin embargo, hay quienes creen que esto no es más que una más de las leyendas en torno al Requiem. No es el canto lo que se detiene en el primer versículo del Lacrymosa; es el manuscrito mismo el que termina aquí. ¡No hay más música que cantar!.
Sin embargo, aunque Mozart está desolado por su inacabado Requiem, es sobre todo hacia su ópera a donde se dirigen todos sus pensamientos. Cada noche, sigue con la imaginación, escena por escena, la representación que está teniendo lugar en el teatro. Y el mismo 3 de diciembre, o tal vez el 4, sigue obsesionado con La flauta.

La noche del 3 al 4 de diciembre, Wolfgang está tan mal que Constanza cree que es el fin. Quien mejor nos ofrece el relato de sus dos últimos días es su cuñada Sofía. El día 4 de diciembre acude a casa de Mozart. Constanza, medio desesperada, le dijo que se quedara con ella ya que Wolfgang estaba tan mal que pensaba que no pasaría de esa noche. Sofía se acercó al lado de Mozart y éste le dijo: “¡Ah!, mi buena Sofía, habéis hecho bien en venir; quedaos aquí esta noche, tenéis que verme morir”. Ella intentaba sacarle esas ideas de la cabeza pero el insistía: “Tengo ya el sabor de la muerte en los labios, siento la muerte, ¿y quién asistirá a mi buena Constanza si vos no estáis aquí?”.
Ese mismo día Constanza le pide a Sofía que vaya a buscar a uno de los curas de San Pedro y le ruegue a uno de ellos vaya a administrar los últimos sacramentos a Wolfgang. Sin embargo, pese a la insistencia de Sofía, ninguno de ellos aceptó; seguramente porque Mozart pertenecía a la francmasonería.
Cuando Sofía vuelve a la casa ya ha anochecido y Mozart está consciente. Sofía nos cuenta: “Süssmayer estaba junto a su lecho. El famoso Requiem se encontraba encima de la colcha, y Mozart le explicaba cómo debía terminarlo una vez que él hubiera muerto. Dijo también: ¿No había dicho yo que estaba escribiendo este Requiem para mí?”. Sin duda, este punto no es del todo exacto, ya que si Mozart hubiera dejado instrucciones tan precisas a Süssmayer sobre la terminación del Requiem, no se hubiera sondeado antes a otros músicos para que lo terminaran, como veremos luego.
Por la noche buscan desesperadamente al doctor Klosset. Lo encuentran en el teatro, y éste promete acudir cuando termine el espectáculo. El doctor Klosset llega a última hora de la noche; dice a Süssmayer que no tiene ninguna esperanza, y que su maestro no pasará de esta noche. Ordena un medicamento para Constanza que se encuentra mal; para Mozart, que tiembla de fiebre y sufre horribles dolores de cabeza, prescribe unas compresas frías sobre la frente. Sofía nos relata su muerte: “Las compresas oprimieron tanto a Mozart, que perdió el conocimiento hasta que murió. Su último aliento fue como si quisiera, con la boca, imitar los timbales de su Requiem. Todavía lo escucho”.
Wolfgang Amadeus Mozart murió a la una menos cinco minutos de la madrugada del lunes 5 de diciembre de 1791. A los treinta y cinco años, diez meses y ocho días, “el milagro que Dios hizo nacer en Salzburgo” se encontraba con su Creador.

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